Maru me dice que, aunque a ella no le gustan nada, el carnaval en Montevideo promete y cumple: hay un desfile inaugural, concurso de agrupaciones como murgas, lubolos, humoristas, parodistas y revistas; y que el teatro de verano, donde se ve el espectáculo completo, se llena todos los días.
Y que en todos los días cada uno alienta un bando: la gente vive el carnaval con la camiseta de su murga puesta.
Edson me cuenta que en Brasil el carnaval dispara tormentos de zamba en Río, pero también en Salvador, donde hay Tríos Eléctricos y camiones con grupos musicales afro que la gente sigue; en Recife y Olinda, con Blocos de Rúa y la gente caminando o corriendo atrás, esta vez, de muñecos enormes; y también en Amazonia, que lo festeja en junio y se llama Festival Folclórico de Parintins.
Chío, que en Perú es la excusa para parar, comer, bailar y tomar pisco en Puno, Cajamarca y Arequipa.
Mario que en Colombia el de Barranquilla, con el Diablo con cencerros, es lo más, aunque, pecho inflado de cualquier colombiano que se precie, nombra más. Y Kevin se encapricha con que el de Negros y Blancos de Pasto, en el sur del país, te abofetea de felicidad: cumbia, champeta, mapalé, frito con papa, habas, mazorca, y todo con una sed de aguardiente que nunca se acaba.
Pedro es hincha de los del norte nuestro. Los pueblos de La Quebrada tienen varias comparsas, dice, y un lugar para desenterrar el carnaval. Cada comparsa tiene sus Diablos, que son los que divierten y que también se desentierran. No entiendo mucho la lógica, pero cuando Pedro lo cuenta parece muy interesante.
Y pienso en los carnavales y Santa Fe. Y me doy cuenta de que no puedo contar otra cosa que lo que los santafesinos que lo vivieron cuentan. Y que el carnaval en la ciudad es un relato. Una fantasía histórica y un poco histérica. Una exagerada nostalgia.
Y así me sale el ensayo de una crónica carnavalesca de mi ciudad:
Santa Fe, febrero de 1930. En vísperas del miércoles de ceniza la población anticipa la eclosión. No es porque el cura le estampe una cruz en la frente ni por la promesa de la Pascua de Resurrección. ¡Que embromar! Es que se avecinan la magia, los juegos y la sugestión del carnaval.
Llega el día, y ya por la mañana los jóvenes cargan baldes y bombeadores con agua para salir a la siesta a darle batalla a todo ser viviente que se cruce por su camino. No hay escapista que pueda esquivar la picardía. Rápido, cansados ya de tantas horas de estampida líquida, a secar las ropas y darle los últimos retoques al organdí y el tarlatán, para alistarse y llegar a tiempo a la fiesta en que seguirán mete que moja a todo el mundo.
En la calle principal cuelgan guirnaldas y flores desde los balcones, y hasta los escasos automóviles de capotas descubiertas circulan plagados de adornos con perfumes naturales y señoras elegantísimas. Los más chicos se empujan para conseguir serpentina en los locales del centro. Papelitos y más agua vuelan por los cielos.
Todos paran un momento, ya se escuchan las guitarras, mascarillas y candombes: ¡La comparsa se aproxima! Ya se ven las luces multicolores de las carrozas y viene uno pintado la cara de negro, gorro blanco y traje a rayas. ¡Lo siguen más! Son cientos moviendo los hombros, saltando las patas y dando a las palmas.
Colombinas, amazonas, damas antiguas... Otra carroza sigue el curso candombero hasta La Rioja, pero por General López se ve una llegar. Todos mezclados quieren festejar. Las niñas de sus casas y las chinitas, el joven de buena familia y el del almacén, el de la zona y el de más allá. Menesterosos y pudientes, trabajadores y ‘dotores’, van con el ritmo y el chacoteo atrás del antifaz. Todos los santafesinos juntos se abrazan y ríen en el carnaval.
Y que en todos los días cada uno alienta un bando: la gente vive el carnaval con la camiseta de su murga puesta.
Edson me cuenta que en Brasil el carnaval dispara tormentos de zamba en Río, pero también en Salvador, donde hay Tríos Eléctricos y camiones con grupos musicales afro que la gente sigue; en Recife y Olinda, con Blocos de Rúa y la gente caminando o corriendo atrás, esta vez, de muñecos enormes; y también en Amazonia, que lo festeja en junio y se llama Festival Folclórico de Parintins.
Chío, que en Perú es la excusa para parar, comer, bailar y tomar pisco en Puno, Cajamarca y Arequipa.
Mario que en Colombia el de Barranquilla, con el Diablo con cencerros, es lo más, aunque, pecho inflado de cualquier colombiano que se precie, nombra más. Y Kevin se encapricha con que el de Negros y Blancos de Pasto, en el sur del país, te abofetea de felicidad: cumbia, champeta, mapalé, frito con papa, habas, mazorca, y todo con una sed de aguardiente que nunca se acaba.
Pedro es hincha de los del norte nuestro. Los pueblos de La Quebrada tienen varias comparsas, dice, y un lugar para desenterrar el carnaval. Cada comparsa tiene sus Diablos, que son los que divierten y que también se desentierran. No entiendo mucho la lógica, pero cuando Pedro lo cuenta parece muy interesante.
Y pienso en los carnavales y Santa Fe. Y me doy cuenta de que no puedo contar otra cosa que lo que los santafesinos que lo vivieron cuentan. Y que el carnaval en la ciudad es un relato. Una fantasía histórica y un poco histérica. Una exagerada nostalgia.
Y así me sale el ensayo de una crónica carnavalesca de mi ciudad:
Santa Fe, febrero de 1930. En vísperas del miércoles de ceniza la población anticipa la eclosión. No es porque el cura le estampe una cruz en la frente ni por la promesa de la Pascua de Resurrección. ¡Que embromar! Es que se avecinan la magia, los juegos y la sugestión del carnaval.
Llega el día, y ya por la mañana los jóvenes cargan baldes y bombeadores con agua para salir a la siesta a darle batalla a todo ser viviente que se cruce por su camino. No hay escapista que pueda esquivar la picardía. Rápido, cansados ya de tantas horas de estampida líquida, a secar las ropas y darle los últimos retoques al organdí y el tarlatán, para alistarse y llegar a tiempo a la fiesta en que seguirán mete que moja a todo el mundo.
En la calle principal cuelgan guirnaldas y flores desde los balcones, y hasta los escasos automóviles de capotas descubiertas circulan plagados de adornos con perfumes naturales y señoras elegantísimas. Los más chicos se empujan para conseguir serpentina en los locales del centro. Papelitos y más agua vuelan por los cielos.
Todos paran un momento, ya se escuchan las guitarras, mascarillas y candombes: ¡La comparsa se aproxima! Ya se ven las luces multicolores de las carrozas y viene uno pintado la cara de negro, gorro blanco y traje a rayas. ¡Lo siguen más! Son cientos moviendo los hombros, saltando las patas y dando a las palmas.
Colombinas, amazonas, damas antiguas... Otra carroza sigue el curso candombero hasta La Rioja, pero por General López se ve una llegar. Todos mezclados quieren festejar. Las niñas de sus casas y las chinitas, el joven de buena familia y el del almacén, el de la zona y el de más allá. Menesterosos y pudientes, trabajadores y ‘dotores’, van con el ritmo y el chacoteo atrás del antifaz. Todos los santafesinos juntos se abrazan y ríen en el carnaval.
1 comentario:
te acordás todas las siestas de febrero que pasábamos con baldes y bombitas, tirando y esquivando, las noches de viernes y domingos en el centro...
Me acuerdo de mis viejos y los tíos y mamá de la rochi... y de toda "la gente grande" del barrio que salían cuando el sol aflojaba y se sumaban a la fiesta, los chicos disfrutábamos con una mezcla de confusión y alegría, mirando cómo se mojaban, se reían, y se resbalaban en la vereda, en ese única época del año en ellos también salían a jugar "a la puerta".-
no sabía que esa costumbre de tirar agua venía desde antes de 1930...
gracias por traerme de la mano tan lindos recuerdos de siestas libres en una niñez infinita, beso amiga
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