domingo, 9 de septiembre de 2012

Puños, sudor y lágrimas



(publicada en revista Brando, Argentina, agosto 2012)
 
Al vestuario llegaban periodistas, fotógrafos, miembros del Consejo Mundial de Boxeo y famosos para saludarlo, invitarle unos tragos, avisarle que ya habían organizado la fiesta. Lo que todos acababan de ver no se lo olvidarían jamás: Sergio Maravilla Martínez había lanzado un izquierdazo que retumbó en el Boardwalk Hall de Atlantic City y a los cinco minutos de combate mandó a la lona al nunca jamás noqueado Paul William. Había que celebrar. Le prometían litros de champagne, mujeres, las más lindas y caras del país. Maravilla, emocionado, agradecía y nada más. Aceptó ir a comer algo y ya. Tenía claro lo que iba a hacer ese 21 de noviembre de 2010, después del combate de su vida.

Pasada la medianoche, Sergio Martínez subió a la habitación del hotel. Abrió la puerta y se sumergió en el mismo ritual que sigue después de cada pelea. Afuera era de noche pero las cortinas filtraban luces incandescentes. Llamó a recepción: “Hola, un ice cream”, pidió en spanglish. Comió y decidió esperar para ver la película que había alquilado. Fue al baño, corrió la mampara de la ducha, se desvistió. Entró y lloró. Lloró con la potencia del chorro pegándole en la cabeza, en la nuca, en la espalda. Lloró con la incomodidad en el cuerpo: los músculos tensos como cables a punto de desprenderse, las venas hinchadas, la cara como si la hubiesen rociado con ácido. Lloró y pensó en lo cansando que estaba, en cuánto extrañaba a sus padres, en que era una lástima que sin visa no pudiesen entrar a Estados Unidos y estar ahí con él. Lloró durante 20 minutos como si fuese otro y no el triple campeón, el tercero del top ten mundial, el boxeador que acababa de ejecutar un nocaut maradoneano.

—Yo soñé toda mi vida con un nocaut así. Hay sueños tan fuertes, tan fuertes, que hasta que no los conseguís no podes parar.

Con 37 años (la ancianidad misma para el boxeo), pocos se animan a exponerse a su estilo. Arriba y abajo del ring tiene algo de compadrito y de bon vivant: con picardía de barrio y virtuosismo de experimentado. Ese 21 de noviembre lo demostró cuando sepultó todas las dudas de un zurdazo y la consagrada revista The Ring lo nombró el boxeador del año.

—Hago todo lo que tengo que hacer para ser el número uno. Me mato, soy un obsesivo.

Ahora, dos años después, está en el lobby del Venetto, un hotel casino que es un paraíso de neón y siliconas de Panamá, la ciudad que se pretende Las Vegas pero se parece más a La Habana pre castrista. Hoy Maravilla va a encontrarse con la leyenda, el mejor de los pesos livianos que dio Latinoamérica: Roberto Mano de Piedra Durán. Pero para eso falta.

El sol de la siesta es la tortura de los botones de la puerta. Sentado en el bar, recostado sobre un sillón bordó, con los codos sobre el apoyo y un café americano en la mano, Sergio ni se entera de que afuera la humedad bate récord. Pasan turistas y mujeres bien torneadas, miran, muchos lo reconocen, se acercan y saludan.

La suya es una de esas historias de boxeadores: creció en una casilla de cuatro por cuatro en Claypole, un punto al sur del gran Buenos Aires, entre pocos vecinos y el ruido del tren; dormía amontonado con los dos hermanos, madre y padre; abandonó la escuela a los 14 años para techar casas con Hugo Alberto, el papá. Entrenó y sufrió hasta que profesionalizó el dolor. Una sucesión de esfuerzos para salir del entorno y conquistar la gloria evitando, eso siempre lo tuvo claro, los finales oscuros de los boxeadores famosos.

—No hay cosas que me confundan –dice para diferenciarse de los que se perdieron en la oscuridad con el oro.

De las 53 peleas que peleó como profesional, ganó 49 y perdió y empató dos. La plata la invierte, compra empresas, hace negocios.

—Todo comienza con un sueño, empieza a gestarse aquí –se señala la cabeza—, luego va hacia el corazón, que te impulsa a donde quieres dirigirte.

Hoy Maravilla puede cerrar contratos por una bolsa de más de 2 millones de dólares, pero del primer combate, en 1997, se fue con 400 pesos. En el 2001 ya era campeón argentino y latinoamericano con gimnasio propio y, otra vez, como si la vida se empeñara en mostrarle su lado tortuoso, no había qué comer.

—Tenía 25 años, sabía que había posibilidades, pero no llegaba a fin de mes. Veía todo oscuro.

Ahí, la historia conocida: cinco presidentes, la crisis, represión y 19 muertos en la plaza, el país partido al medio. Un pasaje en oferta para Roma, cuatro días en tren hasta Madrid y, al final, el pueblo Azuqueca de Henares. Volver a empezar.

Estuvo preso un par de noches en España por no tener papeles. Alguna vez madrugó en domingo y se puso en la fila entre linyeras para pedir un plato de caridad. Tuvo que olvidarse de su sueño para ser seguridad y bailar en un boliche o dar clases en gimnasios. Igual aguantó el dolor y entrenó preguntándose si alguna vez se abriría una puerta, si, con casi 30 años, podría boxear.

—Yo seguía porque siempre supe que nací para esto –dice Maravilla-. Lo supe la primera vez que me subí a un ring.

La revelación fue a los 20 años en el gimnasio ‘La Patriada’ del tío Rubén Paniagua, en Florencio Varela. Ese día Rubén avisó: “Como jugador de fútbol es un gran boxeador”. En Los Andes de Mendoza querían probar al delantero del club de Claypole. Los buscadores de talentos conocían los defectos de Sergio, que discutía mucho, demasiado, con entrenadores y árbitros, pero corría como un condenado y metía muchos goles. ¿Cómo no quererlo? Pero el que no quiso fue él.

—Me di cuenta de que en boxeo iba a ser campeón porque dependía solo de mí.

Ahora lo acompaña un equipo: el entrenador, el financista y amigo, el manager. Un equipo que debe seguirlo y no equivocarse, porque él no se equivoca ni se distrae.

—Soy un poco cabrón, pero porque yo no tenía coche, ropa, no tenía qué comer. Hoy viajo en business y eso se agradece trabajando. Si te gusta este momento, trabaja para que no se termine.

Finalmente la oportunidad llegó. Le avisaron en España que el 21 de junio de 2003 enfrentaría a Richard Williams en Inglaterra. Maravilla estaba en clara desventaja: llegó con lo puesto, no le facilitaron ni una bolsa para entrenar, usó un protector bucal de tres euros (el de hoy cuesta 250) y pisó sin fuerza el M.E.N. Arena de Manchester. El contrincante lo tiró al piso. Desde allí, Maravilla vio a su padre, que había querido darle una sorpresa. Qué vergüenza que te vea tu padre así.
Reaccionó y revirtió el resultado.

Ni siquiera Hugo Alberto esperaba eso, aunque Maravilla está convencido de que había algo adentro suyo que lo impulsaba a ese destino de gloria.

—A mi me lo mandó a decir Brian Weiss—cuenta con el sonido de las tragamonedas y un alfajor en la mano—, el psiquiatra estadounidense de la teoría de vidas pasadas.
—¿Dijo que fuiste boxeador en otra vida?
—Algo así. Te lo cuento pero no lo publiques porque después van a decir que estoy loco.

La familia es lo más importante –dice, y nombra al hermano mayor, al menor, los viejos y los parientes que quedaron en Quilmes cuando se mudaron-. Lo salvaron, lo acompañaron siempre. Tanto pesa que jura que va a retirarse antes de que Susana Griselda, la mamá, vea por TV que lo masacran a golpes.

—No me gustaría que me viera contra las cuerdas recibiendo golpes de un chico más joven y más rápido. Ahí me retiro.
—¿Durante cuánto tiempo más vas a dar dos peleas por año?
—No sé, pero hasta los 40 no voy a estar boxeando ni loco. Cuando sea el número uno veré qué hago. Y me voy a despedir en la Argentina, en el Luna Park.

Después de Manchester solo pensaba en la siguiente pelea, que fue en España. Más tarde, Houston, la firma con el agente internacional Lou Di Bella, Nueva York, Las Vegas y el histórico 21 de noviembre de 2010, con el nocaut único.

En Atlantic City no iban ni cinco minutos de combate y el estadounidense Paul William quiso rozar a Maravilla con una diestra que él anticipó. Volteó la cara y la mirada hacia la derecha, despistó, lo obligó a dirigirse allí, y, desde atrás, vino el fabuloso gancho de izquierda que atravesó el aire y volcó a su oponente con la certeza de un hacha que parte un árbol.

Golpear a Maravilla es como atrapar cenizas. Lo intentan, pero él siempre se escurre. Pequeño, liviano, rápido, con los brazos caídos como sonámbulo, es difícil adivinar la dirección o el momento exacto en que arremete. La táctica es esa: no me pegas, te toco, no me pegas, te toco, no me pegas, te toco, y así hasta que el oponente se vuelve loco. Como Paul William.

Después, en lugar de festejos Maravilla tuvo soledad y llanto. Algo automático, una cosa que pasa cuando piensa en la vida que dejó en los entrenamientos, en lo que sufrió para conseguir ganar.

—Me levanto a las 4.15 los lunes, miércoles y viernes, y a las 4.25 los martes, jueves y sábados. Eso las nueve semanas de preparación para el combate. El resto del año entreno cinco horas por día y me cuido, como sano. Por ejemplo, me encanta la Coca Cola, pero tomo light. Me como un alfajor si quiero. No estoy 10 puntos pero tampoco tan mal…

Maravilla se para, levanta la remera y muestra las abdominales.

—Dentro de todo me mantengo ¿no?

Viéndolo así, puro histrionismo, es imposible imaginar el chico tímido que fue. En Claypole, cuando Sergio no era Maravilla, ni siquiera era Sergio: era “el mudo”, “el raro”, el introvertido que no abría la boca ni siquiera para chistar cuando todos los tortazos del aula le caían encima. Maravilla fue recién a los 20, por la gracia del relator quilmeño Luis Blanco que repitió mil veces ‘este chico es una Maravilla’ y lo bautizó.

—Nunca estuve con psicólogo ni hice terapia, pero me puse a pensar mucho. A mí me afectó mudarme a los 5 años de Quilmes a Claypole, lejos de los primos, de los tíos. De repente dejamos de ver a todos. Mi personalidad cambió y hasta los 19 años, para los chicos que jugaban y competían conmigo, yo era el mudo.

¿De dónde salió este boxeador que pide disculpas y por favor y cita a Gabriel García Márquez y a Carlos Ruíz Zafón? “Hay que leer porque te da cultura, hay que leer porque te hace bien”, le decía su abuelo. Y Sergio le hizo caso. La certeza de que nunca iba a recibir un título secundario lo llevó hacia el aprendizaje por medios propios.

—Mi libro favorito es La Conjura de los Necios, de John Kennedy Toole—dice— ¿Lo leíste? El protagonista es un incomprendido que supera todo.

“Entrevisté a todos los grandes y sos distinto a todos”, le dijo Alejandro Fantino. Maravilla es “algo así como un freak”, opina Carlos Irusta, periodista especializado en boxeo: “La gente habla más de él por sus anteojitos y su dicción española que por sus peleas. Es como con Borges: hablan pero no lo leen”. Es distinto en muchos sentidos: “Es boxeador y no se come las eses, aunque muchos no se atreven a decirlo”, sigue Irusta. “Y en el ring –agrega- es raro, prefiere hacer valer la defensa. Un rival complicado para cualquiera. Atípico.”

Por eso sufrió tan pocas derrotas y noqueó 28 veces. Por eso es la piedra en el zapato del Consejo Mundial de Boxeo (CMB): es demasiado peligroso para los niños mimados de la maquinaria que organiza y vende combates, comandada por el prestidigitador José Sulaimán, la versión de Julio Grondona en el boxeo. Los que corren con ventaja son los representados por las promotoras más grandes que la de Maravilla, que prefiere quedarse con la de Lou Di Bella, la cuarta o quinta de Estados Unidos, en vez de ser una marioneta de la primera.

El CMB es un monstruo con sede en México, 164 organizaciones afiliadas y un año menos que la Asociación Mundial de Boxeo, aunque más importante y cuestionada. Hay dos más jóvenes entre estas cuatro que rigen el boxeo mundial y comandan campeonatos profesionales en 17 categorías, la Federación Internacional de Boxeo y la Organización Mundial de Boxeo. Nacieron con la excusa de dar más oportunidades a los deportistas, lo que multiplicó los campeones, campeonatos y títulos (hay subcampeón, campeón interino, que es el que espera que el titular le de una chance, plata, diamante y varios más). Amplió el negocio. Maravilla fue tres veces campeón de medianos del CMB (entre 69,8 y 72,5 kilos).

A nuestro héroe le revirtieron tres conquistas y le sacaron la corona de los medianos. La victoria no reconocida ante el portorriqueño Kermit Cintrón, en 2009 en el Mandalay Bay de Las Vegas, fue la más burda. Ese día entró con una racha de 31 triunfos y como campeón mundial para defender la copa interina a un estadio que clamaba por el rival y lo abucheaba a él. Cintrón era local y salió a tirar. Jab izquierdo, otro, un intento con derecha. No había forma. Cuando terminó el quinto round, el puertorriqueño estaba metido en un problema: el ojo hinchado y pomada coagulante para contener la sangre en el párpado izquierdo.

Al séptimo, Maravilla era pura frescura. Corrió, bailó, toreó. Cintrón abrazaba al argentino y buscaba la campana más que la victoria. Martínez aprovechó: apuró uno, dos, tres pasos, un golpe corto con la derecha y sacó la piña con la izquierda. Cintrón cayó como en cámara lenta y quedó en cuatro patas en el medio del ring. El referí contó hasta 10. No va más. Nocaut.

It was a headed”, gritó Citrón con el poco aire que le quedaba. Buscaba salvarse con una acusación de infracción: “Un cabezazo, fue con la cabeza y no con el puño”, repetía. Maravilla corrió a una esquina, brazos en alto y sonrisa de campeón. Pero alguien le dijo al juez que esperara. La televisión repitió: piña de Martínez a la cara de Cintrón, que cayó como en cámara lenta. Los jueces, sin embargo, le dieron la razón al portorriqueño. El nocaut terminó siendo un descanso para el noqueado.

Ahora cae la tarde en Panamá. A punto de entrar a un bar del centro de la ciudad, mientras saluda a otro fan que lo para en la calle, Maravilla se ríe al recordar que a esa victoria no se la reconocieron. No había ninguna duda, además, de que había sido superior en los 12 asaltos, pero los jueces vieron un insólito empate: 113—113.

Y él ni se quejó.

—No pasa nada, hay cosas peores—, dice.
—¿No es la peor situación para un boxeador?
—Peor es sentirme perdedor. Pero yo estaba entero. Y dije: “A ver qué pasó, qué dicen los tres señores de saco y corbata de abajo”.
—Pero un nene hace más lío si le sacan un autito…
—Hay gente que hace un tango de cada día. Es una pelea no más.
—¿Es en serio? Te robaron un cinturón, ¿sos o te haces?
—Yo no perdí y la bolsa me la dieron igual. Pensé: “Le compro la casa a mi madre”. Y fui a Argentina y compré la casa de mi madre.

Maravilla se detiene después de la foto con un admirador:

—Las peleas más difíciles son las que sabes que vas a ganar.

La noche no le gusta porque es mala y ya tuvo bastante cuando trabajó bailando en aquel boliche en España. El tabaco tampoco. No probó drogas cuando era pibe así que no va a venir a experimentar ahora. ¿Excesos?

—Yo no gasto, veo cómo hago para hacer crecer lo que gano. ¿Mujeres? No, no. Es aburridísima mi vida.

Quién pudiera creerle: es lindo, simpático y campeón, las chicas deben tirársele encima.

—¡Nada que ver!

Vamos, Maravilla. Cruza los dedos, los lleva a la boca y besa.

—Te lo juro. Sé que me tengo que cuidar.

¿Y pagar? ¿Pagó alguna vez?

—¡No! ¿Yo? ¡No voy a pagar yo!

Es divorciado y eso fue muy duro, dice. No puede tener hijos con esta vida de un día en Los Ángeles, otro en Madrid, otro en Italia. Aunque da la impresión de que no quiere. La condición de ubicación múltiple dejó su marca también en el habla: mezcla “sabes”, “vos” y “tu”, con “pará”, “quieres” y “cabrón”.

Él solo quiere, repite, ser el número uno:

—Esto es como el primer libro. ¿Cuál fue? La Biblia de Gutenberg. ¿Y cuál fue el segundo? Nadie se acuerda. Hasta que no sea el primero no puedo parar.

Quiere también tocarle los pies al último gran campeón que dio Argentina: Carlos Monzón. Aunque lamenta de Monzón su final, lo idolatra al punto de que en la última pelea vistió de rojo y negro: son los colores de Colón de Santa Fe. Admira además a Mohamed Alí, el extraordinario boxeador que volaba como una mariposa, picaba como una avispa, fue rey en los sesentas y se convirtió en activista por los derechos de los negros. Maravilla también abrazó algunas causas, como la violencia de género.

Sobre eso habló el jueves 29 de marzo en Panamá, en la Tasca de Durán, en el barrio El Cangrejo.

—Un hombre que le pega a una mujer no es un hombre, es otra cosa –dice.

Afuera es de noche y la puerta se abre, entra Roberto Mano de Piedra Durán.



-¡Maravilla! –grita.
—¡Maestro!— responde Martínez y salta de la silla para abrazarlo.

Durán es un mito, el boxeador más grande que dio Latinoamérica, el amigo de Maradona que fue cinco veces campeón y noqueó a Sugar Ray Leonard. Tiene en común con Maravilla la paradoja que encierran sus manos de piedra: son pequeñas. A la lista de parecidos se suma el origen: barrios al margen de comodidades y muy cerca de los problemas. La simpatía ganada con calle y victorias, un estilo de pelea distintivo, el encanto.

—Yo entiendo que las mujeres se sientan solas en su lucha, por eso me uno. Hay que convencer a los de arriba, al Presidente, para que haga algo también—propuso Martínez.

Durán tomó el guante y mostró dotes de buen anfitrión.

-Yo te llevo. No sé de lo que están hablando, lo que digo es que si lo quieres ver, te llevo.

Maravilla es un rey que arriesga. En el box la belleza del espectáculo depende de la habilidad y del coraje para evitar la muerte, o su simulacro: te pueden matar con un golpe.

—Si lo pienso así no boxearía más. Pero sé que no me va a pasar.

Nunca los cinturones asegurarán la gloria. Eso cree Maravilla, que siempre fue consciente de que con títulos se gana algo de notoriedad, dinero y la posibilidad de otros negocios, pero “una cosa es ser campeón y otra cosa es ser ídolo”.

—Estoy hablando sin parar eh, Es que voy a dar un monólogo ahora en Argentina -anuncia.

Toma el iPhone, busca y muestra el texto que “está como sucio todavía” y al que “le falta pulir”, que fue escribiendo en aviones, aeropuertos.

—Te cuento así me dices qué te parece.

Y arranca una actuación que supera a la que daría unas semanas después en el programa Duro de Domar.

—Por ahí digo que voy manejando y aparece una rubia con unas curvas, unos ojos –levanta los brazos a la altura del pecho—, que iba pintándose y no me ve. ¡Qué raro una rubia que no piensa!
—Pará, te van a matar. Viniste a dar una charla contra la violencia hacia la mujer y decís eso…
—Uy, sí. Bueno, lo tengo que arreglar. Por ahí digo que no soy misógino y pido disculpas… ¡Si no lo soy!

Además de la gloria deportiva, Maravilla quiere ser como Hovik Keuchkerian, el boxeador armenio que se transformó en actor y descolla en el stand up de España. Tanto quiere que practicó durante un mes todos los santísimos días el monólogo que recitó en vivo, en la TV abierta argentina, y que lo volvió trending topic en Twitter.

Ese día, con anteojos de ver sin aumento –que no usó en Panamá-, saco gris, jeans, botitas galácticas y una botella de agua, arremetió con verborragia de pibe ganador. En quince minutos contó que las chicas de Estados Unidos lo eligieron como el boxeador más sexy, que tiene una sordera brutal, que madre hay una sola y menos mal, que la derecha de la vieja era poderosa y, arrodillado, soltó el remate que desencadenó los aplausos y el “dale campeón, dale campeón”: “Por más que digan que soy el más sexy, por más que digan que soy campeón, sólo soy un boxeador”.

En Las Vegas no puede salir a la calle sin guardia, no lo dejan caminar en paz. En la Argentina, en cambio, pocos lo conocían antes del raid mediático de mayo, cuando se convirtió en estrella.

Rápido para captar los amores del público, Marcelo Tinelli lo contrató para su show y lo puso a bailar disco, reggaetón y a repartir picos. En esa máquina de picar carne, los compañeros lo elogiaban por buena gente y la experimentada Moria Casán lo describió en una frase: “Tenés una actitud de ganador absoluto”.

Todo salió como esperaba.

En estos días Maravilla perfecciona la estrategia para pelear con el campeón invicto Julio César Chávez Jr., un mexicano que heredó el nombre glorioso de su padre. Será el 15 de septiembre en el Thomas & Mack Center de Las Vegas, y se supone que otra vez vestirá de visitante: la fecha coincide con el día de la independencia de México. Como con los mejores momentos de los ídolos argentinos, como con Bonavena y Alí, o cuando Monzón enfrentó a aquel colombiano que parecía capaz de ganarle, Rodrigo Valdez, así esperan en Argentina que sea septiembre en Las Vegas. Martínez incentiva las apuestas a su favor y dice desde su casa de Los Ángeles:

—A Chávez lo voy a masacrar, lo destrozo. En el noveno round lo noqueo.

No quiere entrar en detalles, pero ya estudió hasta los lunares del mexicano. Imaginó la sucesión de jab, ganchos, amagues que soltará en el cuadrilátero. El momento exacto en que lo derribará. Y sabe qué va a pasar esa noche después la pelea más esperada: saludará emocionado en el vestuario, escuchará las ofertas, irá a comer algo. Al rato, avisará a los del equipo que ya está, que fue suficiente. Entonces subirá a la habitación del hotel, pedirá helado, entrará en la ducha. Tomará conciencia de la profundidad de su cansancio. Y llorará.