Resulta que algún optimista empedernido un día sentenció que si uno pisa mierda, andará con buena suerte por la vida; o que cuando se hace torta el codo, va a llegar plata; o que una estampida de paloma en la cara encierra la promesa de un futuro promisorio.
Entonces el lunes una pisa un sorete blando de perro cuando está yendo a la oficina. Entra y, con el zapato embadurnado con un bando más potente que vuvuzela en mundial de Sudáfrica, las compañeras la alientan: ¡Es buena suerte! Y aunque la gente se aparta a medida que avanzas y las miradas que te profieren juran que recurris al aseo personal una vez por semana, la pavota se ilusiona.
Y te anotas en un curso, y no apareces ni en la lista de espera.
Y te suena el celular 20 veces por día, y nunca, en ninguno de esos ring, ves en la pantalla el número que querías atender (y el optimista empedernido va a salir con que ‘por lo menos te suena’, ‘por lo menos te invitan’, ‘por lo menos....’. Asumilo: eso no es optimismo: es rifarse).
Y querés tirarte tranquila a mirar una película, y se te cae el vaso de vino completo sobre el sofá blanco y la pollera que más te gusta.
Y terminás de arreglar la gotera de la canilla de la cocina, y se te rompe la cadena del baño.
Y lográs destapar la cañería a fuerza de meter mano en la inmundicia de la rejilla, esa que escupe agua cada vez que queres lavar los platos, y hace cortocircuito la luz de la cocina y ya ni siquiera podes prever si el líquido te va a mojar las patas.
Y ya dudas de volver a reparar algo de la casa, porque seguro lo que se va a romper después es peor, más caro, más difícil de solucionar.
Y entonces caes en la cuenta de que estos optimistas de porquería que inventaron esos pequeños consuelos para no asumir que el mundo es tan mierda como la que pisaste, son unos reverendos estúpidos.
Y concluís que la gente se divide en dos categorías: los pesimistas ignorantes y desinformados que en todo lo malo ven algo bueno, y los imbéciles que de vez en cuando les creemos.