jueves, 18 de febrero de 2010

"¡Vos fumá!", gritó Lasecabocha

Lasecabocha entiende perfectamente bien, muy acorde con sus tiempos, que los no fumadores tienen derecho a respirar un aire no contaminado por los desechos del tabaco, por ejemplo. Por eso hace dos años aplaudió la ley libre de humo en Santa Fe.

También es consciente de lo mal que hace aspirar todas esas toxinas, y varias veces intentó dejar los Marlboro. Cree fehacientemente, además, que en algún momento va a terminar olvidándose de ellos.

Lo que la enoja, la sulfura, la harta y agota, es que cada vez que sale a fumar a algún umbral, la gente que pasa la aconseje:
-¿A vos te parece arruinarte la vida de esa manera?- dice que le dijo hace poco una señora,
pañuelo atado en la cabeza y bolsa repleta de verduras en la mano derecha,
cuando decidió tomarse un recreo en el trabajo e ir a fumar un pucho a la puerta.
Eso me estaba contando un domingo a la tarde en un bar de una plaza santafesina, mientras soltaba toda clase de conjeturas sobre el respeto por la voluntad individual y el derecho de cada quien de vivir o terminar su vida como le parezca, cuando se prendió un pucho y justo apareció un amigo que, antes de saludar, le soltó:
-¡Che! Cada vez que te veo tenés un pucho en la mano... ¿Sabes cómo termina eso?

Ella, repodrida de las invasiones, vomitó:

-¿Y si salgo a la calle y me pisa un auto? ¿Y si cierro mal la hornalla y digo ‘buenas noches’ y nunca más veo el día? ¿Y si el ingeniero que construyó el edificio donde vivo se olvidó de chequear que justo en el techo de mi departamento estuviesen bien puestas las vigas o como sea que se llame y una noche cualquiera se viene abajo, cae sobre mi cabeza, me parte el cráneo y nunca termino el cuento que justo estaba escribiendo cuando se cayó todo? ¿Eh?

Nuestro amigo tenía los ojos como dos pelotitas de tenis. Y Lasecabocha seguía:

-¿Y si sigo usando esas botas que me aprietan, se me encarna la uña del dedo gordo del pie, me duele tanto que ya no puedo usar ningún zapato, voy a la pedicura que me dice que me lo soluciona, intenta solucionarlo cortándome el dedo y sacándome la uña, me venda, pero no desinfectó las tijeras y todo eso que usó, se me infecta, voy al hospital, me dicen que me tienen que operar, me dan antibióticos, pero es tarde, me agarro además una infección intrahospitalaria y lo último que me ponen en el pie son una mediecitas blancas divinas que encima no se ven porque las tapa la sabanita con la que me cubren en el cajón?

Tomó aire, se dió cuenta íntimamente de que ya estaba claro lo que quería decir, pero las opciones aparecían en su cabeza como sinrepetirysinsoplar tuviese que repasar marcas de ropa de mujer:

-¿Y si yo digo que no, que no y que no, y él insiste, insiste e insiste; yo me sigo negando y él que el amor, que la felicidad del otro, que la mutua complacencia; y yo que complacencia conjunta o nada; y él que complacencia mía primero y complacencia del él después y que él complacido en complacerme y viceversa y me convence y lo hago y lo vuelvo a hacer y ya me gusta y me complace y meta complacencia y acabose?

Ahí frenó, pegó un beso hondo, que consumió como medio cigarrillo, lo miró fijo y remató:

-Y yo me pregunto ante tanta evidencia de riesgo: ¡¿Por qué no me dejan fumar tranquila?! Y también pienso que para vos, con todo lo desastroso que tiene tu vida, fumar sería lo mejor que te podría pasar.

domingo, 14 de febrero de 2010

Si va con ego, viene un Borges, Vicent o Roa Bastos

"Los egos son la materia misma de la escritura.
A lo largo de casi cuarenta años
de relación con escritores,
tuve el privilegio de comprobar
qué mueve a los autores.
Los mueve la pasión, y los mueve la vocación,
pero el motor principal es el ego;
no están solos en ello, el ego nos mueve a todos.
(...)
Los egos son pacíficos y tiernos
o son violentos
y
mayúsculos, engreídos.
(...)
Durante esa experiencia he visto de todo:
egos picudos, egos redondos, egos aguerridos,
egos olvidadizos, egos reivindicativos,
egos superlativos...
Un día dije, y lo cuento en este libro,
que los escritores desayunan egos revueltos".

Del prólogo del libro “Egos Revueltos”, donde el periodista Juan Cruz descarga los recuerdos de sus tiempos como editor y cuenta detalles del carácter, las inseguridades y las obsesiones de escritores como Francisco Ayala, Mario Vargas Llosa, Arturo Pérez-Reverte y Manuel Vicent.

viernes, 5 de febrero de 2010

De carnaval en carnaval

Maru me dice que, aunque a ella no le gustan nada, el carnaval en Montevideo promete y cumple: hay un desfile inaugural, concurso de agrupaciones como murgas, lubolos, humoristas, parodistas y revistas; y que el teatro de verano, donde se ve el espectáculo completo, se llena todos los días.

Y que en todos los días cada uno alienta un bando: la gente vive el carnaval con la camiseta de su murga puesta.

Edson me cuenta que en Brasil el carnaval dispara tormentos de zamba en Río, pero también en Salvador, donde hay Tríos Eléctricos y camiones con grupos musicales afro que la gente sigue; en Recife y Olinda, con Blocos de Rúa y la gente caminando o corriendo atrás, esta vez, de muñecos enormes; y también en Amazonia, que lo festeja en junio y se llama Festival Folclórico de Parintins.

Chío, que en Perú es la excusa para parar, comer, bailar y tomar pisco en Puno, Cajamarca y Arequipa.

Mario que en Colombia el de Barranquilla, con el Diablo con cencerros, es lo más, aunque, pecho inflado de cualquier colombiano que se precie, nombra más. Y Kevin se encapricha con que el de Negros y Blancos de Pasto, en el sur del país, te abofetea de felicidad: cumbia, champeta, mapalé, frito con papa, habas, mazorca, y todo con una sed de aguardiente que nunca se acaba.

Pedro es hincha de los del norte nuestro. Los pueblos de La Quebrada tienen varias comparsas, dice, y un lugar para desenterrar el carnaval. Cada comparsa tiene sus Diablos, que son los que divierten y que también se desentierran. No entiendo mucho la lógica, pero cuando Pedro lo cuenta parece muy interesante.

Y pienso en los carnavales y Santa Fe. Y me doy cuenta de que no puedo contar otra cosa que lo que los santafesinos que lo vivieron cuentan. Y que el carnaval en la ciudad es un relato. Una fantasía histórica y un poco histérica. Una exagerada nostalgia.

Y así me sale el ensayo de una crónica carnavalesca de mi ciudad:

Santa Fe, febrero de 1930. En vísperas del miércoles de ceniza la población anticipa la eclosión. No es porque el cura le estampe una cruz en la frente ni por la promesa de la Pascua de Resurrección. ¡Que embromar! Es que se avecinan la magia, los juegos y la sugestión del carnaval.

Llega el día, y ya por la mañana los jóvenes cargan baldes y bombeadores con agua para salir a la siesta a darle batalla a todo ser viviente que se cruce por su camino. No hay escapista que pueda esquivar la picardía. Rápido, cansados ya de tantas horas de estampida líquida, a secar las ropas y darle los últimos retoques al organdí y el tarlatán, para alistarse y llegar a tiempo a la fiesta en que seguirán mete que moja a todo el mundo.

En la calle principal cuelgan guirnaldas y flores desde los balcones, y hasta los escasos automóviles de capotas descubiertas circulan plagados de adornos con perfumes naturales y señoras elegantísimas. Los más chicos se empujan para conseguir serpentina en los locales del centro. Papelitos y más agua vuelan por los cielos.

Todos paran un momento, ya se escuchan las guitarras, mascarillas y candombes: ¡La comparsa se aproxima! Ya se ven las luces multicolores de las carrozas y viene uno pintado la cara de negro, gorro blanco y traje a rayas. ¡Lo siguen más! Son cientos moviendo los hombros, saltando las patas y dando a las palmas.

Colombinas, amazonas, damas antiguas... Otra carroza sigue el curso candombero hasta La Rioja, pero por General López se ve una llegar. Todos mezclados quieren festejar. Las niñas de sus casas y las chinitas, el joven de buena familia y el del almacén, el de la zona y el de más allá. Menesterosos y pudientes, trabajadores y ‘dotores’, van con el ritmo y el chacoteo atrás del antifaz. Todos los santafesinos juntos se abrazan y ríen en el carnaval.

lunes, 1 de febrero de 2010

Lugar común la muerte

Ninguna persona tendría nunca que convencerse plenamente de su razón (o razones) sin antes ponerla a prueba con insistencia.

Si una persona tiene talento, tendría la obligación moral con la humanidad de hacerlo circular.

Si una persona es inteligente, debería iluminar a los demás, desafiarlos, instarlos a pensar.

Si una persona sabe mucho, sería bueno que intente enseñar (ver martínez).

Si alguien quiere ser periodista, tiene que ponerse en el lugar del otro (y atrapar los detalles).

Si alguien quiere ser alguien, tiene que poner pasión.

Si alguien reúne todas esas condiciones, debería ser inmortal.

Qué injusto. Se fue Tomás.