Sigo caminando, ya sin Miguel, ante la evidencia de la fusión de las tres razas que se asentaron ahí (indios autóctonos, blancos españoles y negros esclavos), pensando en aquel inglés que doblegó a los lugareños, echado por la peste. Y celebro la fiebre amarilla. Se me ocurren, así, al paso, 10 motivos para el festejo, que podrían ser muchos más:
1- El café nunca podría ser más rico que en Colombia. Pero los ingleses no dirían de él que es “negro como la noche, ardiente como el amor, suave como un beso y dulce como los labios de una mujer enamorada”.
2- Sería igualmente el paraíso de la fruta fresca. Pero dudo que una señora se las pusiera todas juntas en la cabeza para entretenimiento de los turistas, como lo hace la palenquera Angélica en la plaza San Pedro.
3- Porque hasta la muerte se vuelve linda ahí, con aguardiente y tequila, como dice el himno con el que se identifica todo Colombia, “
que bonita es esta vida”, y como te lo cuentan el vallenato, la champeta, el mapalé y la cumbia.
4- Gabo no sería Gabo sin Cartagena. Si en la caminata te sentis como Fermina Daza en El amor en los tiempos de cólera. Y el periodista Jorge García Usta ilumina mi presunción: “Cartagena es una de las recurrentes obsesiones temáticas de García Márquez”.
Va la justificación: “En ‘El otoño del patriarca’ aparecen ya aspectos reconocibles de la ciudad. En ‘El amor...’ aparece más nítida, con pormenores históricos, lugares coloniales pintorescos y una entrañable carga histórica”.
Y sigue con el cuento ‘El rastro de tu sangre en la nieve’, que ve como un retrato “estupendo” de varias de las taras familiares y sociales de la Cartagena soberbia, cargada de prejuicios de la Colonia. Y, en un homenaje a su maestro de El Universal, Clemente Zabala, ‘Del amor y otros demonios’, que vuelve a la pasión por la historia de la ciudad.
5- Por la
Fundación Nuevo Periodismo, y el “¿en qué te hemos molestado que ya te vas?” de Flavio Vargas Gomescásseres, su coordinador.
6- Porque lo que en cualquier otro lugar del mundo podría interpretarse como cursi (y sobre todo en Inglaterra), en Cartagena es una mimo al alma.
7- Si fuese colonia inglesa, sigo con el arbitrario ejercicio de la imaginación, los puestos de venta se sucederían uno al lado de otro, ordenados, y los vendedores no te robarían la calma como sí lo hacen en las playas de la bahía.
Pero la improvisación tiene la ventaja de la sorpresa.
Primer día de playa (después preguntan por qué no llegué negra), tres masajistas me regalan (en Colombia no dan, ni prestan, ni entregan: regalan) “masajes muestra”, que después pretenden inútilmente cobrar.
Y llegan, uno tras otro, como 10 hombres de diversas edades y formas a ofrecerte la felicidad hecha collar, pulsera o aro.
- Mire Reina que estos son de coral de aquí, de las islas. Yo mismo los busco y los trabajo a mano –dice el primero mostrando unos idénticos a los de los demás.
-Aquí tengo una cosa para usted Reina, que no la va a encontrar en ningún otro lado porque soy el único que las hace –aunque no el único que me tapaba el sol, era el tercero.
-Hola Reina, ¿y usted de dónde es? Ah, argentiiinaaaa –imita-. Mire Reina, yo no la voy a molestar ahora porque usted quiere estar aquí descansando y tomando sol. Yo ando por aquí, cuando usted quiere me ve. Las 24 horas disponible para usted Reina, y si no me ve, me busca en
elnegrito.com.
8- No se festejaría el 11 de noviembre por la conquista de la independencia, en la misma plaza y en el mismo día en la que eligieron, y veo, a la Señorita Colombia, ganadora del concurso de nacional de belleza, saludando a su gente.
9- Por Mister Babilla, bogotanos invitándote con aguardiente y dando clases magistrales de vallenato, con el susurro al oído de “La Tierra del Olvido”, bien sujetado (contrariando esa tendencia de afirmar la libertad que practicamos las argentinas en el baile). Justo en el barrio Getsemaní, el lugar que dio el primer grito independencia genuinamente popular de Hispanoamérica, en una revuelta en la que no faltó algún contrabandista, la prostituta ocasional, comerciantes, artistas y, por supuesto, el soldado caribeño.
10- La avivada, y el arrepentimiento. Me tomo una moto taxi a la vuelta de mi visita en la FNP y de una estadía de dos horas en Ábaco, una librería que invita a quedarse todavía más. El que me lleva a Bocagrande, la zona donde están la mayoría de los hoteles, es Edgar. Aclara que el viaje cuesta 2.000 pesos colombianos (sería un dólar y medio), extiende el brazo con el casco que me tengo que poner y, una vez que estoy arriba de la moto, suelta: “Cristo te ama”.
Hay mucho evangelista en Cartagena, pensé.
-¿Conoces a Cristo? –insiste en su afán evangelizador.
-Si, claro que sí –no da ponerse a discutir de religión en vacaciones, con la infinidad del mar en mi cara.
-Yo lo conocí hace diez años, y me cambió la vida.
-Que suerte, va, que bendición –digo.
-Tienes que decir ¡Amén! –corrige.
- Ah –bué, le hago caso- ¡Amén!
-Ahora si... Es que cuando dices amén aceptas ese regalo que te está dando Cristo.
Edgar sigue predicando su experiencia. Y yo dejo que asuma su papel sin contradecirlo.
Llegamos al hotel, saco los 2.000 pesos y le agradezco. Me mira, sonríe, y dice: “No, la verdad es que el viaje es de 1.000 pesos”, y me devuelve los otros 1.000.
¡Amén!
*****
Ya me estoy yendo. Iván quiere corroborar desde su puesto de recepcionista si el vaticinio del primer día, parecido a aquel oficial de aeropuerto, se cumplió. La respuesta es obvia.
Cartagena me sigue pareciendo entonada de ensueño. Como en una especie de ritmo común, los
hasta pronto,
tiene que volver y nuevos
reinas de despedida te meten ganas de mantenerte ahí, al margen de mundo. Ahí, con la canción al oído, las caminatas garciamarquianas, la sonrisa siempre y el aguardiente, en la tierra que nunca será de olvido.